LA CASA DE MI ABUELA SIGUE OLIENDO A CAFE
Hay lugares que uno no deja aunque se vaya. La casa de mi abuela es uno de esos.
Desde que ya no vivo con ella, siento que algo mío también se quedó allá. A veces, en medio del ruido de la ciudad o del afán de los días, me sorprendo pensando en su cocina, en ese aroma a café que se metía por las rendijas de la puerta y me despertaba más que cualquier alarma. Mi cuarto allá no tenía aire ni lujos, pero tenía ventanas abiertas todo el día, gallinas que cantaban a destiempo y el eco de su voz diciendo mi nombre para que bajara a comer. Yo me demoraba adrede, solo para que me llamara otra vez. Ahora la visito de vez en cuando. Ella me espera con jugo de tamarindo y me pregunta si estoy comiendo bien, si me abrigo por las noches, si tengo plata. Siempre le digo que sí, aunque a veces no, pero me da miedo preocuparla. Su cariño no ha cambiado, pero yo sí. Ya no tengo el mismo tiempo de antes. Y eso me pesa. El otro día me senté en su mecedora, esa misma de madera que aún cruje, y cerré los ojos. Era como si el reloj retrocediera. Escuché la radio de fondo, el cuchillo golpeando la tabla, y su risa hablando con la vecina de siempre. Me dieron ganas de quedarme a dormir ahí otra vez, como cuando todo era más simple. No sé cuándo vuelva ni cuánto me quede, pero sé que la casa de mi abuela siempre va a estar ahí, con las puertas abiertas, el café colándose y el mismo amor que huele a hogar.
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